Martinů - Sinfonía Nº 1 (y Sinfonía Nº 5) - Thomson

>> domingo, 30 de septiembre de 2012



Por JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Primera sinfonía

Moderato
Allegro. Poco moderato. Allegro come prima
Largo
Allegro non troppo

De las personalidades musicales más interesantes de los últimos tiempos no sólo encontramos a enormes compositores como Igor Stravinsky, John Cage o Gyorgy Ligeti, entre algunos otros, sino que también podemos contar a un compositor poco conocido en América Latina, pero cuya musica y su carrera han sido muy elogiadas en otras partes del mundo: Bohuslav Martinů, el compositor nacido en Bohemia y que hoy día podría decirse checo.

En el mundo de la música internacional, la música de Martinů ha estado un poco a la sombra de las grandes personalidades de sus compatriotas Antonín Dvorák, Bedrich Smetana y Josef Suk, pero es importante reconocer al genio de Martinů como continuador de la gran tradición sonora sinfónica de Mahler, Richard Strauss, Wagner y también con la benéfica y enorme influencia de la música popular de su patria, a la que siempre reconoció con gran respeto y admiración.

Martinů comenzó sus estudios musicales teniendo como instrumento principal al violín, cuya técnica llegó a dominar y que le permitió ser parte de la Orquesta Filarmónica Checa durante algún tiempo; aunque, según informa Heuwell Tircuit, Martinů adoraba a otro instrumento de cuerda, para el cual escribió obras extraordinarias: el violoncello.

Hacia 1923, este compositor salió de su país con rumbo a París para continuar su preparación musical bajo la guía experta de Albert Roussel, lo cual vino a convertirse en una estadía larga y fructífera, y que tuvo que interrumpirse con el inicio de la Segunda guerra mundial, y especialmente con la toma de la Ciudad luz durante la contienda. Debido a ello, Martinů tuvo que huir al sur de Francia, y cuando la situación comenzaba a ponerse difícil, tomó la determinación de cambiar su residencia a los Estados Unidos de Norteamérica, tocando las costas del nuevo mundo el 31 de marzo de 1941.

Fue precisamente mientras residía en su patria adoptiva que Martinů escribió las seis sinfonías de su catálogo, todas ellas obras contrastantes pero que nos dan una síntesis viva y contundente de los poderes imaginativos del checo.

Exactamente un año después de su llegada a Estados Unidos, Martinů ya tenía prácticamente lista la partitura de su Primera sinfonía, que apareció gracias a Serge Koussevitzki, uno de los músicos más importantes del siglo XX, sobre todo por alentar a diversos compositores para que escribieran partituras que hoy son de gran peso en el arte musical del siglo. La invitación que le envió a Martinů el entonces director de la Sinfónica de Boston rezaba también: «será profundamente apreciado si usted dedicara su sinfonía a la memoria de Natalie Koussevitzki», a lo cual el compositor aceptó con agrado.

El proceso creativo de la Primera sinfonía de Martinů comenzó en 1942 en Long Island, Nueva York, y continuó en Vermont y Berkshire, Massachussets, donde fue invitado por Aaron Copland a dar clases de composición; el compositor ya tenía 52 años de edad. Al momento del estreno de la obra, Martinů proporcionó en los programas de mano su muy personal visión sobre la forma sinfónica, y que dice: «Las grandes proporciones y la forma expansiva de la sinfonía obligan necesariamente al autor a situarse en un plano muy alto».

Este asunto preocupaba de manera especial a Martinů pues aceptaba que el hecho de enfrentarse por vez primera ante una sinfonía significaba conectar la máxima creatividad del compositor con su concepto sobre el tratamiento de la forma sinfónica. En sus palabras es claro entender que «si alguien encara el problema de su Primera sinfonía, su actitud es de gran seriedad y nerviosismo y sus reflexiones están basadas no precisamente en la Primera de Beethoven, sino en la Primera de Brahms».

Sin embargo, al escuchar detenidamente su obra, caemos en cuenta que todas las reflexiones al respecto encuentran un sentido totalmente opuesto, especialmente si leemos las líneas que imprimió el autor en la primera página de la partitura: «Lo que mantengo como mi más profunda convicción es la nobleza esencial de pensamientos y cosas que son muy simples y que, sin ser explicadas con sonoras palabras y frases extrañas, aún mantienen un significado ético y humano. Es posible que mis pensamientos fluctúen en cuestiones o eventos de la sencillez de casi todos los días y que es familiar para todos y no exclusivamente para algunos grandes espíritus. Pueden ser tan sencillos que pueden pasar inadvertidos pero aún así contienen un profundo significado y aportan gran placer a la humanidad que, sin ello, podría encontrar la vida pálida y plana. También puede ser que estas cosas nos permitan ir por la vida de una forma más fácil, y si uno les da su lugar, puede tocarse el más alto plano de pensamiento».

Así como lo escribió en palabras Martinů es como suena exactamente su Primera sinfonía, con una pureza emocional magnífica y sincera, además del profundo significado de cada una de sus melodías y su intenso poder de comunicación. Justamente podemos encontrar ciertos trazos de la música de Mahler o Wagner por ciertos lugares de la obra, además del uso de los ritmos sincopados que tanto gustaban a Martinů; pero el sentimiento esencial de esta música es totalmente el de un alma genial, sensible y elegante, también tinta de sentimientos trágicos, como ocurre en su tercer movimiento, seguramente una reminiscencia visceral de los horrores de la Segunda Guerra Mundial.

La Primera sinfonía de Martinů –estrenada en noviembre de 1942 bajo la batuta de Koussevitzki– debe ser considerada a estas alturas del siglo XX como el primer gran testimonio sinfónico de un compositor cuyo valor se hace más grande al entender sus sentimientos, su modestia artística infinita y su gusto por la vida sencilla y libre de preocupaciones.

Dejarse llevar por la música de Martinů implica también un compromiso pleno con la música de nuestro siglo, que debe llevarnos a reconocer la importancia de lo que han sido casi 100 años en la música de la humanidad y de cómo nos negamos a aceptar ante el insoslayable poderío de los compositores de tiempos pasados.

Las seis sinfonías de Martinů, así como sus Frescos de Piero della Francesca, su Sinfonietta Giocosa, su Concierto para doble orquesta de cuerdas, piano y timbales, La Revue de cuisine, entre muchas otras obras pueden ser el medio fascinante para disfrutar de un pedacito de este siglo XX, y para pensar que en el nuevo milenio tenemos que dejar atrás esas actitudes de superhombre que tanto daño le han hecho a nuestra historia.


Publicado en Notas en Red Mayor.

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Bach, Mozart, Schubert, Chopin - El último concierto - Lipatti

>> jueves, 20 de septiembre de 2012



Memoria de un concierto de Dinu Lipatti


La fría autoridad de sus dedos destilaba todas las aventuras posibles del teclado,
la fisiología de sus manos oyendo a Debussy.
Hasta que arrojado de la clamorosa oscuridad
un ramo de rosas caía a los pies del piano
pidiendo clemencia en nombre de la naturaleza.


Joaquín O. Giannuzzi
En Señales de una causa personal (1977)

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Satie - Les inspirations insolites - Varios

>> lunes, 10 de septiembre de 2012



Razonamientos de un testarudo

por ERIK SATIE


Me llamo Erik Satie, como todo el mundo.

El músico es quizás el más modesto de los animales, pero el más orgulloso. Él es quien inventó el arte sublime de estropear la poesía.

Entre los músicos están los vigilantes y los poetas. Los primeros se imponen al público y a la crítica. Citaré como ejemplos de poetas a Liszt, Chopin, Schubert, Moussorgsky; de vigilante, a Rimsky-Korsakov. Debussy era el tipo de músico poeta. Entre su séquito se encuentran varios tipos de músicos peones (D’Indy, aunque profesa, no lo es). El arte de Mozart es ligero, el de Beethoven pesado, lo que poca gente entiende, pero los dos son poetas. En eso consiste todo.
P.S.: Wagner es un poco pesado.

Toca como un ruiseñor con dolor de muelas.

Denme un poeta y haré dos músicos, uno cancionista y otro acompañante de piano. En seguida el cancionista montará un cabaret. Unos años más tarde, el pianista morirá alcohólico y el cancionista será príncipe, duque o otra cosa mejor todavía.

Algunos artistas quieren ser enterrados vivos.

(...) Sólo duermo con un ojo; tengo un sueño muy duro. Mi cama es redonda y perforada por un agujero para que pase la cabeza. Cada hora un criado me toma la temperatura y me pone otra. Desde hace tiempo estoy abonado a una revista de moda. Llevo un gorro blanco, medias blancas y chaleco blanco. El médico me ha dicho siempre que fume. A sus consejos añade: «Fume amigo, si no, otro fumará en su lugar».

La experiencia es una forma de parálisis.

Ya no tenemos necesidad de llamarnos artistas; dejaremos esta denominación reluciente para peluqueros y pedicuros.

He llegado muy joven al mundo en un tiempo muy viejo.


(Fragmentos de Escritos 1890-1900)

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Shostakovich - Sinfonía Nº 14 - Haitink

>> sábado, 1 de septiembre de 2012


Las sinfonías de Shostakovich de principio a fin. 
La integral de Bernard Haitink
Décimocuarta sinfonía

Para Leiter, con agradecimiento

La Sinfonía Nº 14 Op. 135, fue estrenada en Leningrado el 29 de septiembre de 1969 por la Orquesta de Cámara de Moscú dirigida por Rudolf Barshai y actuando como solistas la soprano Margarita Miroshnikova y el bajo Yevgeny Vladimirov. La otra presentación oficial se dio el 6 de octubre, con la misma orquesta y director, en el gran salón del conservatorio de Moscú, aunque en esta ocasión los cantantes fueron Galina Vishnevskaya y Mark Reshetin. Una tercera premier, fuera del ámbito soviético, fue la que tuvo lugar el 14 de junio de 1970, en el marco del festival de Aldeburgh, con Miroshnikova y Vladimirov, la English Chamber Orchestra bajo la batuta de Benjamin Britten, a quien Shostakovich había dedicado la obra. 
Los años posteriores al estreno de la Décimotercera sinfonía fueron agridulces para Shostakovich. Superados los pequeños problemas de la presentación de Babi Yar, el compositor es una indiscutible figura artística de primer orden en la Unión Soviética. Ya no sólo internamente, sino de cara al exterior, es un compositor de referencia y, por tanto, respetado por las autoridades políticas. Ya puede volver a componer sin ataduras ni directrices. Pero, por otro lado, su salud empieza a mostrar graves signos de deterioro. Su actividad compositiva se ve frenada, además de por los múltiples eventos en los que ha de figurar, por las constantes entradas y salidas de los hospitales.
Durante esta etapa, debido a la gran cantidad de peticiones y compromisos que recibe, muchas de sus obras son dedicadas a alguien o son para celebrar algo, por ejemplo sus cuartetos para cuerda número 9 Op. 117  (dedicado a su esposa Irina, tras hacer esperar al Cuarteto Beethoven más de año y medio) y 10 Op. 118  (dedicado al compositor de origen polaco Moisei Vainberg). También terminó el poema sinfónico La ejecución de Stepan Razin Op. 119, cuya letra era un poema no publicado de Yevtushénko. Y, además, otro homenaje a la música de Músorgsky y otro posible tour de force con las autoridades soviéticas, que, por fortuna, quedó en nada. 

Rostropovich, Oistrakh, Britten y Shostakovich.

Varias obras de gran importancia en el catálogo del autor se suceden, el Segundo Concierto para chelo y orquesta Op. 126 (dedicado a Rostropovich) (1966) y que supuso un nuevo desencuentro entre Mravinsky y Shostakovich (si bien el agraviado directo fuera el chelista); los Siete poemas de A. Blok Op. 127, escritos para ser ejecutados por Galina Vishnevskaya, Rostropovich, David Oistrakh y él mismo al piano –lo cual no pudo ser por los avatares de su salud–; el Segundo Concierto para violín y orquesta Op. 129, dedicado a y escrito para ser ejecutado por Oistrakh, y el Cuarteto de cuerdas Nº 12 Op. 133, dedicado al violinista Dimitry Tsïganov, en el que Shostakovich incursiona de forma clara en el dodecafonismo. 
Toda esta fuerte actividad, no sólo la compositiva sino también los preparativos de las presentaciones de las obras, la relación con los músicos, amén de los inherentes a sus cargos en conservatorios y en la Unión de Compositores, hubieron de ser reducidos al máximo por los achaques de salud de Shostakovich. La misma época de autor consagrado y respetado en su país, fue para Shostakovich un constante ingresar en hospitales, temporadas de reposo en residencias y en su propia casa, con tajantes prohibiciones médicas. En enero de 1969 se encuentra una vez más ingresado en el hospital. Una estancia que tiene el agravante de ser más solitaria de lo normal, ya que se ha declarado la cuarentena por una epidemia de gripe que asola Moscú. Durante esta estadía comienza la composición de una obra tipo oratorio basado en poemas de Federico García Lorca, Guillaume Apollinaire, Rainer María Rilke y Wilhelm Küchelbecher. 
Ya hemos comentado la fuerte impresión que causó en Shostakovich el haber orquestado las Canciones y Danzas de la Muerte de Músorgski, y la influencia que había supuesto en su forma de componer música, sobre todo vocal. Shostakovich siempre pensó que, aparte de que las orquestaciones anteriores – de Rimsky-Korsakov y Glasunov – no hacían justicia a la obra, tampoco la obra en sí, dada su corta extensión, no hacía justicia, a su vez, al tema tratado. Sumado a otra de sus mayores referencias, La canción de la tierra de Gustav Mahler, el músico llevaba años teniendo en mente la composición de un ciclo largo de canciones para tratar el eterno tema de la muerte.
Otro factor importante, y a tener en cuenta en el periodo tratado, es el gran aprecio que siente por Benjamin Britten y su música, en especial el Réquiem de guerra, que ensalza ante sus estudiantes al nivel de su querida Das Lied von der Erde. Consideraba a Britten no sólo un gran músico sino un fantástico crítico musical, cuyas opiniones, pensaba, debían valorarse muy seriamente. Llegó a exclamar en una conferencia a jóvenes músicos que lo que hacía falta eran «más Brittens, ingleses, rusos, alemanes, en todo el mundo, no ahora, sino en todos los tiempos. ¿Qué es lo que me atrae de Britten? Además de su enorme talento musical y la aparente simpleza de su manufactura, es la capacidad de afectar emocionalmente. Esa capacidad de crear música capaz de transformar al oyente en otra persona». Ese raro don que Shostakovich reconocía en Britten, era para el ruso el fin último que todo compositor debe perseguir. Sus Serenata para tenor, trompa y cuerda Op. 31 y la Sinfonía primavera Op. 44 son, también, directa influencia para el formato que Shostakovich eligió para la sinfonía.

Shostakovich y Britten.

Así, pues, en un hospital aislado por la cuarentena, con la influencia de Músorgski, Mahler y Britten, decide afrontar la composición de un ciclo de canciones con poemas de los autores arriba citados. El tema es la muerte y el miedo a la muerte, un sentimiento que le hace reflexionar poderosamente. Para Shostakovich este debe ser el sentimiento más profundo que puede haber, ya que la muerte es el fin; para él no hay nada detrás. Por eso lo importante es la vida. En una entrevista con motivo de su 62º aniversario, confesó: «A mi edad, normalmente, ante la pregunta de ‘¿si volviera a nacer, volvería a vivir como lo ha hecho?’, la gente suele responder que sí, que aunque hayan tenido fallos y desgracias, sí, volverían a tener su misma vida. Yo digo que no, ¡mil veces no!».

El punto de inflexión que marcó la catarsis que produjo la Décimotercera sinfonía, le dio a Shostakovich la posibilidad de expresar libremente sentimientos «negativos» sin que ello le supusiese investigaciones, interrogatorios ni incluso denuncias en el comité central de la Unión de Compositores. Podía hacer referencia a lo que quisiera. La muerte, por sí misma, no es fundamentalmente el motivo de la Décimocuarta sinfonía, más bien es la muerte a destiempo, «ya, de por sí, es horrible la muerte prematura por enfermedad o hambre, pero lo peor es la muerte de un hombre por la mano de otro hombre». Así uno de los elementos de cohesión de la sinfonía es que los autores de los poemas, en su mayoría, son personas que sufrieron muertes tempranas o no naturales.
De profundis, de Federico García Lorca, es el poema elegido para abrir el ciclo. No más comenzar, las cuerdas nos envuelven en el recuerdo del gélido y gris ambiente del Mar de Norte, trayéndonos a la memoria los sombríos compases del primer interludio de Peter Grimes de Britten. Y, mientras, y al estilo de Músorgski, se desgrana, cantado por el bajo, el poema, sobre un acompañamiento de cuerdas que recuerda el Dies Irae del Réquiem Gregoriano. Comienza una elegía que dignifica a todos aquellos que murieron injustamente, como si su música fuera el panteón que ensalza la gloria de esos que vivieron amando y murieron sufriendo, como si fueran las cien cruces a la memoria de los cien enamorados que duermen para siempre bajo la tierra seca. 
Pero, sin embargo, el preludio no deja traslucir emoción alguna. Para dar paso a una desenfrenada danza, la Malagueña – también del poeta granadino – en el que la muerte entra y sale de la taberna, bailando sobre las mesas, sale y entra de esa polvorienta taberna andaluza que podría ser la vida, la humanidad, donde hay olor a sal y a sangre y por donde pasan caballos negros y gente siniestra. Con la parte vocal a cargo de la soprano, Shostakovich realiza un ejercicio magistral de economía de medios, con las diferentes líneas de cuerdas trazando de forma recurrente sus diferentes temas, pintando, como si de un cuadro abstracto se tratara la escena de la inquieta, tétrica y febril bailarina.
No es fácil caer en la cuenta de que a la música la están produciendo apenas 25 músicos y en esta página llena de fuerza sólo se utilizan, sabiamente, las cuerdas; marcadas con exactitud por el autor, 10 violines, 4 violas, 3 violonchelos y 2 contrabajos. La fuerza interpretativa para la sinfonía la completan los dos cantantes (bajo y soprano) y tres percusionistas que no usan ningún instrumento tradicional, solo castañuelas, bloque o caja china, látigo, tambor tom-tom, xilófono, campanas tubulares, vibráfono y celesta.
La roca Loreley.
Luego viene Loreley, de Guillaume Apollinaire, basado en el poema-leyenda de Brentano, y que narra la historia de la doncella que, tras ser engañada por su amado, hechiza a los marineros desde la roca que domina uno de los tramos más peligrosos del Rin. Al hechizarlos con su belleza, hace que estos pierdan el control de sus navíos y perezcan en las turbulentas aguas. Cuenta el poema que las autoridades enviaron a un obispo para reducir a la joven y ejecutarla. Esta enamoró también al obispo, el cual cedió a la última petición de la doncella: subir una vez más a la roca para contemplar su amado rio. Una vez en lo alto, ella se despeña. La roca sigue llevando su nombre. La percusión, usando técnicas del serialismo, compone remembranzas del Aprendiz de Brujo de Dukas, mientras la parte cantada adquiere tintes wagnerianos en honor al Rin. 

Un solo de chelo da paso a un dueto del instrumento con la soprano para cantar Le suicide, en un  estilo que recuerda las arias femeninas de las pasiones de J.S. Bach. Mientras la percusión sigue con su atonal acompañamiento y las cuerdas ven cortado su crescendo por los bruscos toques de campana en recuerdo de los tres lirios que crecen en la tumba sin cruz del suicida.
Si queremos asociar la obra a una estructura sinfónica podemos asignar a los anteriores cuatro poemas el papel de movimiento introductorio. Un movimiento inicial con múltiples cambios de tempo, muy al estilo de Mahler. Los dos siguientes, creados también por la pluma de Guillaume Apollinaire, conforman lo que podría ser el scherzo de la sinfonía.
El primero, Les attentives I –designado también En guardia o Alerta– relata el pensamiento de una mujer que se prepara para recibir a un soldado que morirá esa noche en las trincheras. La incertidumbre de la alterada mujer se refleja en el carácter atonal de la música, con las castañuelas desbocadas sobre cuerdas en ostinato, salvo por la placentera melodía del xilófono, que expresa la esperanza del encuentro con el pequeño soldado, su amado y hermano. El carácter de marcha militar de la música rinde homenaje a la marcha diabólica de la Historia de un soldado  de Stravinski.
Les attentives II o ¡Señora, mire!, es un corto poema que puede considerarse continuación del anterior. Manteniendo el tema musical, el hombre le dice a la mujer: «¡Señora, mire, se le ha caído algo!». Ella contesta: «Sí, mi corazón…nada importante, Jajaja». Y ríe, ríe nerviosamente, con una risa imposible de diferenciar del llanto.
Con En la prisión de Santé se inicia el movimiento lento de la sinfonía, que ocupa otros dos poemas más. En este poema, Shostakovich vuelve al modo de canto de Músorgski y devuelve el peso de la parte vocal al bajo. Por ser sospechoso de complicidad con un robo en el Louvre, Apollinaire pasó una semana en la prisión de la Santé. En este poema relata su experiencia. Ciertos intelectuales, encabezados por Solzhenitsyn, protestaron airadamente al enterarse que un poema que relata una pequeña estancia en prisión había sido elegido como base del tema. Pero sus reclamaciones indicaban que no habían escuchado el trato que Shostakovich dio al poema. 
La terrible descripción del dolor y la tremenda soledad sufrida por los prisioneros se siente en el larguísimo interludio a mitad de la canción, una fuga en pianísimo que transmite la sensación de que el tiempo se ha parado para siempre. Un pizzicato que recuerda los eternos paseos matutinos en el patio, mientras los esporádicos golpes del bloque de madera sugieren el gotear de algún grifo en algún oscuro rincón del presidio. Shostakovich se limitó a comentar: «Yo pensaba en horribles celdas, terribles agujeros, donde las personas eran enterradas vivas, esperando que alguien viniera a por ellos, atentos a cada sonido. Es horroroso, te puedes volver loco con el miedo. Muchos no soportan la presión y pierden la cordura. Yo sé bastante de eso». 
La carta con la La respuesta de los cosacos zapórogos al sultán de Constantinopla, es el contenido del último poema de Apollinaire usado en la sinfonía, y sirve como puente entre el lamento del anterior y el canto de alabanza al poder del arte del tercero de los que componen este movimiento. Un enlace lleno de imprecaciones y de abiertos insultos a los tiranos: «Yo protesto contra esos carniceros que ejecutan a sus semejantes. Stalin ya no está, pero aún quedan suficientes tiranos a nuestro alrededor». 

Carta de los cosacos zapórogos al sultán de Constantinopla, obra de Ilya Repin.
El sultán otomano Mehmed IV, tras perder una campaña contra los rusos, conmina, mediante una carta, a los cosacos del este de Ucrania a que se sometan y se entreguen. Los zapórogos, entre divertidos y arrogantes, deciden contestarle enviándole una carta llena de insultos y obscenidades contra su persona y el poder que representa. El pintor Ilya Repin plasmó en un óleo el momento de la redacción de la carta.  Musicalmente, sus disonancias preparan al oyente para la siguiente canción. 
¡Oh Delvig, Delvig! es el único poema de un autor ruso y, por ende, el único de Wilhelm Küchelbecker, que a pesar de su origen alemán fue un ardiente patriota nacionalista ruso encuadrado en el romanticismo. Amigo y compañero en el Liceo Imperial de Pushkin y del barón Antón Delvig, noble ruso también de origen alemán, poeta y escritor como los anteriores. Y, como ellos, simpatizante e intelectual de la causa decembrista. Delvig, fue, de los tres, el que peor parado salió tras los acontecimientos del 26 de diciembre. Empobrecido y obligado a malvivir como funcionario de última categoría, murió de fiebres tifoideas a la edad de 33 años. 
Este poema contiene la sustancia principal de la sinfonía, ya que convierte una sinfonía oscura, que nos viene hablando desde el principio de todo tipo de desgracias, suicidios, corazones destrozados, muertes en la guerra, encierros en prisión, etc.. en una obra inspiradora, edificante. Nos dice que, pese a todos los horrores posibles, gracias al arte, la vida merece ser vivida. El tirano no puede asesinar a la canción ni tampoco impedir que el sentimiento aflore en el alma de quien escucha. 
El tratamiento musical dado a esta canción es el de un cuarteto con cantante. La mayor parte del pasaje está interpretado por un solo (dos a lo sumo) instrumento de cada tipo, al estilo de una composición camerística. Bien es sabido que Shostakovich expresaba más fácil y profundamente sus sentimientos mediante la música de cámara. Este parece ser el motivo para usar este formato; dar toda la profundidad al mensaje: que morir nos vamos a morir, que para el cuerpo es el fin, pero el espíritu queda inmortal en nuestras obras. «Así nuestra unión nunca morirá, orgullosa, alegre y libre».
Las dos canciones de Rainer Maria Rilke conforman lo que podría ser el último movimiento de la sinfonía. En paralelo con los dos primeros, en La muerte del poeta los acordes del Dies Irae se vuelven a escuchar como soporte instrumental y en Conclusión la muerte vuelve a zapatear y tocar su tétrica sonatina con las castañuelas, mientras, por primera vez en toda la obra soprano y bajo cantan al unísono. Al final, un punzante crescendo que se difumina en un intenso y abrumador silencio. Con ello el compositor nos da la impresión de que el círculo se ha cerrado. En la vida, el fin es el principio.
Shostakovich, por primera vez en su carrera, tenía serias dudas de cómo clasificar la obra. En cartas a Glikman se refiere, en un principio, a un oratorio, pero desechó la idea porque no se usaban coros. Barajó llamarla «ciclo de canciones», «sinfonía de cámara», «ópera-concierto», pero parece que cuando acabó con la redacción de Oh Delvig, Delvig ya tenía claro que sería su Sinfonía Nº 14. Una obra de tal calibre no merecía otro apelativo.
Curiosamente, hasta la anterior sinfonía, Shostakovich siempre tuvo problemas en organizar las prémières, bien por las circunstancias de la guerra, bien por las presiones del poder político o bien por defecciones de última hora. Pero en 1969, los problemas le venían al reconocido compositor por lo contrario. Los solistas se disputaban el poder interpretar la obra, como es el caso de Galina Vishnevskaya, que no pudo preparar a tiempo su parte para la primera presentación por problemas de agenda.
Rudolf Barshai.

La anécdota de la premier, realmente fue en un pre-estreno, es que Shostakovich se dirigió al público para explicar que debido al carácter de la obra, solicitaba se guardara silencio mientras se interpretaba la sinfonía. En un pasaje poco ruidoso, se escuchço un ruido de butaca y Shostakovich vio que un hombre abandona la sala. Era Pavel Apostolov, uno de los críticos más feroces contra Shostakovich. Inicialmente se creyó que era un intento de boicotear el acto. Pero más tarde se supo que Apostolov había sufrido un ataque cardíaco y hubo de ser atendido en un hospital. Murió un mes más tarde. Para muchos era una ironía morir escuchando una sinfonía sobre la muerte.
La oscura Sinfonía Nº 14 de Shostakovich es quizás la menos ejecutadas del autor. El enfoque ateo, nihilista y pesimista que transmite en muchas de sus canciones, la ausencia de los conceptos de redención y resurrección tras la muerte, motivó el rechazo de muchos intelectuales, tanto del bloque del Este como de Occidente. Algunos, como su amigo y confidente, el musicólogo Lebedinsky, le retiraron para siempre su amistad e incluso se volvieron críticos con su música. Pero como no todos han medido el mensaje de la Décimocuarta con el rasero de la fe, para muchos esta es una de las cumbres de su música. Con todo, asistir a una interpretación de esta sinfonía es una poderosa experiencia, profunda e impactante; una obra que tras exponer las más dolorosas tragedias del alma humana, te devuelve un edificante mensaje.
La versión original lleva los textos traducidos al ruso y arreglados por Shostakovich para adaptarlos a la música. Las otras dos versiones autorizadas son la traducción al alemán y la traducción a los idiomas originales de los poemas escogidos. Esta última versión, de una forma algo mecánica y poco implicada, es la que nos ofrece Bernard Haitink con miembros de la Concertgebouw Orchestra, con la soprano  Julia Varady y el barítono Dietrich Fischer-Dieskau.

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Mozart: Sinfonía Nº 25 - I Mov. - Böhm

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